En 1986, la Comisión Ballenera Internacional acordó la imposición de cuotas a la caza comercial de ballenas. Tras décadas de pesca indiscriminada, numerosas especies se encontraban al borde de la extinción, lo que causó gran consternación entre la opinión pública internacional. Pese a sus reticencias, los principales países balleneros, desde Noruega hasta Islandia pasando por Japón, aceptaron su nuevo sino no sin excepciones y permanentes barreras.
Hasta esta semana.
Regreso. Japón ha anunciado su abandono de la IWC (por sus siglas en inglés) y el fin de la moratoria a la caza de ballenas. A partir de ahora sus pescadores podrán operar dentro de sus aguas territoriales (un radio de 200 millas nauticas desde sus costas) sin mayores restricciones que las marcadas por el gobierno nipón. Su objetivo es capturar a más de 250 ejemplares anualmente, y potenciar su venta en las lonjas locales. Es el fin al orden impuesto por la IWC en 1986.
Números. Es una decisión drástica, impulsada por los constantes desacuerdos entre la IWC y las autoridades japonesas. Pese a la moratoria, Japón ha podido cazar alrededor de 300 ballenas anuales «con propósitos científicos». La excepción suponía un subterfugio legal que permitía a los balleneros japoneses seguir operando en el Ártico (entre 200 y 1.200 al año). La carne terminaba en el mercado pese al carácter científico de las expediciones, y pese al creciente desinterés de los japoneses.
Consumo. Porque la carne de ballena no es popular en Japón. Su consumo se ha desplomado durante las últimas décadas. Tan sólo 3.000 toneladas se consumieron el año pasado, muy lejos del pico de las 233.000 registradas en 1962. La ballena ha desaparecido de la gastronomía nipona, y el japonés medio sólo consume 40 gramos anuales. Su caída coincide con un retroceso del pescado en la dieta nacional: Japón consume hoy 24 kilos de pez per cápita, frente a los 31 de carne.
Algo impensable en los sesenta.
¿Tradición? El gobierno nipón justifica su decisión y su entusiasta apoyo a la industria ballenera por razones culturales. Pero lo cierto es que el consumo de ballena es una tradición en gran medida inventada, que data de la Segunda Guerra Mundial. En tiempos de escasez, la ballena sustituyó a la carne en los hogares y en los comedores escolares por sus propiedades nutritivas. Durante los sesenta, la carne de ballena fue la segunda más consumida en todo el país.
Algo impensable en las décadas previas, cuando la ballena era una rareza típica de las regiones costeras.
¿Qué pasó? Que Japón, como el resto del mundo, comenzó a comer más carne. Y que la presión internacional y el desinterés por la ballena decreció. En 1986 Japón consumía unas 6.000 toneladas, poco más que hoy. Sólo un 4% de los japoneses reconocían en 2014 comer ballena de forma habitual, y sólo a un 33% les preocupa el asunto. La industria ballenera vive subsidiada por el gobierno, que pierde unos $15 millones al año en mantener a 300 trabajadores y en conservar la carne sobrante.
¿Entonces? Para muchos japoneses, sin embargo, la pugna política por la caza de la ballena tiene más de orgullo nacional que de motivaciones prácticas. De ahí el empecinamiento del gobierno. Pero a largo plazo es una batalla perdida. No tanto por la indignación de los grupos verdes o de otros países (un ministro japonés llegó a acusar a Australia de eco-imperialismo), sino porque la carne de ballena ha perdido muchísimo terreno. No interesa más allá del relato nacional.