A la enfermedad inexplicable que asoló a Europa a lo largo de la baja Edad Media y en los tres siglos posteriores se la hizo visible mediante imágenes de esqueletos que se erguían triunfantes, a caballo o en una carreta, guadaña en mano, sobre las hordas de mortales condenados. La más famosa de estas representaciones fue El triunfo de la muerte que pintó Bruegel el Viejo en el siglo XVI. Aquel título era común en las obras que plasmaban el arquetipo de la mortandad desbocada, pero ninguna revelaba el aterrador dinamismo de la muerte como la de Bruegel. En su cuadro, un ejército de agentes malévolos cae sobre una villa llevándose por delante, con igual sevicia, al rey y al labriego, al blanco y al negro, al que se resigna y al que se resiste. No hay escapatoria. La invasión pestífera abre un canal al infierno que delata el carácter moralizante de la obra: la condena es un castigo por el mundano olvido de Dios.
Esta imagen de la muerte reinando sobre la humanidad vuelve a aparecer en cuadros de Arnold Blöcklin y de James Ensor, y su reedición más actual se encuentra en la temporada final de Juego de tronos. La gran amenaza que se cierne sobre los Siete Reinos, más grave aún que el ansia de poder de caudillos malévolos, es la epidemia de muerte que se incuba tras la gran muralla. Reaparecen aquí los temores referidos a la enfermedad y al contagio: el mal que viene de una geografía remota. Quien se contagia deja de ser uno de los nuestros. Queda cautivo del mal y se deshumaniza.
Con información de The New York Times